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Aprendizaje vicario, empatía y neuronas espejo. Reflexiones de andar por casa.

Monkeys
Foto: Sebwautelet en Flickr (CC BY-SA).


Yo no soy la persona adecuada para opinar con suficiente base sobre las "neuronas espejo". Mis conocimientos sobre biología son reducidos, fundamentalmente porque me dedico a estudiar otro tipo de cuestiones y tanto el tiempo como mi capacidad de esfuerzo son limitados. No obstante, las “neurociencias” forman parte del contexto de cualquier persona con ciertas inquietudes y especialmente de los estudiantes de psicología (algunos de los cuáles sí son mi responsabilidad). Así que me ha parecido conveniente desarrollar brevemente mi opinión sobre este “fenómeno”, por si puede aportar algún elemento de debate o reflexión.


En principio, se supone que las neuronas espejo son aquellas que se activan cuando aprendemos por imitación o demostramos empatía por otro organismo, y parece que se sitúan en el área de Broca (como otro montón de supuestas estructuras especializadas) y en la corteza parietal (otra zona repleta de "funciones").

Pues así expresado, mi primera reacción es negar la mayor: ni existe el aprendizaje por imitación ni la empatía es tan concreta como pensamos. Vamos por partes.

No existe evidencia experimental del aprendizaje por imitación y, lo que es más importante, sí disponemos de mucha evidencia que apunta al sitio contrario: el aprendizaje operante requiere de consecuencias diferenciales. El problema muchas veces al analizar un comportamiento es hacerlo de manera anecdótica, la complejidad que observamos suele abrumar tanto al analista amateur que, como conducta de escape, acude a explicaciones que le liberen del esfuerzo que requeriría un abordaje parsimonioso. Y entonces aparecen, entre otros, los dones, las diferencias cualitativas, los genes, las estructuras mentales, las intenciones, el espíritu y, por supuesto, el aprendizaje observacional. Si vemos tocar a un pianista virtuoso le conferimos un don especial y nos olvidamos del entrenamiento que le ha llevado hasta allí, si vemos a un matemático resolver unas ecuaciones interminables no le conferimos ningún mérito a las correcciones que su profesora de primaria le hacía en la pizarra. En general, asumir la complejidad como la acumulación y recombinación de elementos más simples demanda demasiado esfuerzo, y es comprensible que las personas escapen de ello, pero no es aceptable si queremos avanzar hacia una explicación que no sirva de algo (en cuanto a predicción y control de lo explicado).

Si vemos a un niño de cuatro años que nos saca la lengua cuando nosotros lo hacemos o que nos guiña un ojo si lo guiñamos nosotros también es comprensible concluir que disponemos de una capacidad innata para imitar, y de ahí se está a un paso para defender que se puede aprender (adquirir una conducta, que se convierta en altamente probable) sólo observando lo que otro hace. Pero estamos obviando toda la historia previa, incluso con cuatro años, que ese individuo tiene de refuerzo diferencial de la conducta de imitación (como operante generalizada). Desde que nacemos, nuestros padres (sistemáticamente o no, conscientemente o no) nos refuerzan cualquier balbuceo que se asemeje, aunque sea vagamente, a una palabra, de la misma manera que nos refuerzan que les miremos fijamente (“como si le entendiésemos”) y, por supuesto, nos refuerzan que repitamos lo que ellos hacen. Los organismos “recién llegados” no disponen de ningún (o muy poco) control operante por el estímulo y, por tanto, se pasan el día reaccionando de manera refleja y desplegando una amplia cantidad y variedad de conductas que luego se van seleccionando en función de las consecuencias que le siguen. El efecto del refuerzo es tal que luego hay que aplicarles cierta extinción para que dejen de hablar, de atendernos o de imitar en contextos poco deseables. Esa conducta de imitación se va moldeando luego dependiendo de la historia personal de cada uno, haciendo que distingamos entre modelos adecuados o no, situaciones favorables para la imitación, etc. Y toda esta historia de aprendizaje de la conducta de imitar se hace aún más compleja cuando interviene el lenguaje y el sujeto aprende a seguir instrucciones y luego a crearlas.

¿Significa esto que no disponemos de un “reflejo de imitación”? No necesariamente. Ni lo defiendo ni lo rechazo. Creo que es difícil de determinar a partir de la experiencia anecdótica y sesgada del que busca cierta conexión con su hijo, pero incluso aunque así fuera no implicaría la existencia de un nuevo y oscuro mecanismo de aprendizaje que, como adelantábamos antes, no dispone de evidencia experimental robusta y, además, choca con lo que sí sabemos sobre cómo aprendemos. En definitiva, un individuo no entrenado para imitar no imita, actúa. Y la adquisición (selección de respuestas) no depende de la simple emisión sino de si ésta es reforzada o no después.

¿Son, entonces, las “neuronas espejo” la estructura nerviosa de esta operante? ¿Y qué implica eso? En primer lugar, sabemos que el cerebro es plástico y que, por tanto, según qué funciones pueden asumirse por estructuras diferentes a la “habitual” en casos de lesiones, por ejemplo. También sabemos que la función hace al órgano, es decir, que las “neuronas espejo” no sustentarían ese comportamiento si no se diesen las circunstancias ambientales para que dicho comportamiento se adquiriese. Si eliminamos al aprendizaje por imitación de la ecuación, lo que tenemos es que llamaremos “neuronas espejo” a las neuronas que se activan cuando imitamos a alguien, sea este comportamiento un reflejo innato o una operante. De acuerdo, nunca viene mal ponerle nombre a las cosas.

Vamos con el segundo concepto discutible, la empatía. La empatía, como otros muchos términos referidos a formas de comportamiento, no tiene un significado unívoco, en gran medida porque depende del consenso social. ¿Qué es exactamente el “amor”, el “egoísmo”, la “valentía”, etc.? Culturalmente se llegan a ciertos acuerdos para acotar estos términos pero es muy poco frecuente que se les llegue a despojar totalmente de cierta ambigüedad. A pesar de los esfuerzos de la psicología científica por cambiar la forma en la que nos referimos a nuestro comportamiento, y, por tanto, de señalar los tópicos que deberían de resultar de interés para el trabajo interdisciplinar, es muy común (y triste) que la biología (en cualquiera de sus sub-disciplinas) acuda al lenguaje común para realizar conexiones entre sus descubrimientos y la psicología. Así centran sus esfuerzos en buscar la zona del cerebro donde se encuentran la “consciencia”, el “amor propio” o la “auto-realización” como si tuvieran una existencia independiente al consenso social. Esta puede parecer una crítica muy gruesa, porque lo es, pero no creo que le reste ni pertinencia ni veracidad al mensaje de fondo.

Pero volviendo con la empatía, según la RAE, se define como la “identificación mental y afectiva de un sujeto con el estado de ánimo de otro” su uso, sin embargo, es más amplio. De manera resumida, e intentando operativizar psicológicamente el término, podríamos considerar que demostrar empatía implica:

1) Reaccionar de manera similar a lo que el otro siente.
2) Discriminar el estado emocional del otro.

Estamos, al menos, ante dos formas de conducta de naturaleza diferente. Las reacciones que consideramos emocionales son reflejos (innatos o adquiridos). Un niño puede llorar cuando escucha a otro niño llorar, ¿es eso empatía? Bueno, en principio, el lloro suele ser una reacción muy común ante cualquier estímulo intenso, pero, además, el lloro propio suele estar emparejado a una situación aversiva de manera que se vuelve excitatorio aversivo por sí mismo. El efecto que nuestro propio lloro tiene en nosotros puede ser muy semejante al que tiene un lloro ajeno, es lo que se denomina una generalización del estímulo. De hecho, hasta que no se produce un entrenamiento discriminativo seguiremos generalizando, es decir, hasta que tengamos suficiente experiencia en la que el lloro ajeno no está emparejado con otros estímulos aversivos. Entonces, ¿si un niño llora al escuchar a otro llorar es empatía, una respuesta condicionada (RC) o una respuesta incondicionada (RI)? Pues, será empatía si decidimos que lo sea, es decir, si es aceptado socialmente que se etiquete de esa manera, y será una RC o un RI en función de qué estímulo controla esa reacción, si un EC o un EI. Y una vez identificado esto último no será necesario un consenso social.

Nuestra empatía entendida de esta manera no sólo va a depender de nuestra historia de condicionamiento clásico sino también operante. El refuerzo (y castigo) social puede determinar que ciertas respuestas inicialmente reflejas queden bajo control operante. Así podemos moldear individuos que se alegren con la alegría ajena y que se entristezcan con la tristeza de otros, en función de si lo elogiamos o lo reprendemos. No hace falta acudir a la testosterona para explicar la diferencia de empatía entre hombres y mujeres, escuchar “los chicos no lloran” o que los demás ser rían si lloras durante tu infancia es suficiente.

Distinguir el estado emocional de otra persona es aún más fácil de defender como una conducta adquirida (y operante). No sólo es una discriminación simple de libro sino que existen programas “re-educativos” especializados en dotar de esta “capacidad” a todo aquel que sufre las consecuencias de no disponer de ella. El refuerzo diferencial de ciertas conductas en función de signos (estímulos discriminativos) correlacionados con el estado emocional (¿privado?) de otra persona selecciona esta forma de empatía, que se demuestra mayor o menor dependiendo de lo adaptativo que le resulte al individuo en su contexto concreto.

En definitiva, encontrar la zona cerebral de un constructo como la empatía o, al menos, de una etiqueta comportamental que aglutina formas diferentes de conducta sería como encontrar la zona del cerebro que se encarga del “buen gusto” o del “criterio cinematográfico”. De nuevo, identificar la estructura no es explicar el fenómeno. La explicación, al menos desde un nivel de análisis psicológico, está en su historia y en la estimulación presente. Sin sistema nervioso no se puede hablar, pero no es suficiente con disponer de uno para hacerlo. La explicación de que un individuo hable está en su historia de aprendizaje.

Pero, ¿se referían a todo esto los investigadores que defienden la existencia de este tipo de neuronas? ¿Qué encontraron realmente? ¿Cuánto de lo que creemos saber sobre estas neuronas es evidencia experimental y cuánto desarrollo teórico u optimismo divulgativo?

La existencia de las “neuronas espejo” se ha determinado a través de técnicas de resonancia magnética funcional, estimulación magnética transcraneal y electroencefalografías. Los investigadores que defienden estos trabajos, desde mediados de la década de los noventa, dicen haber identificado el funcionamiento de estas neuronas casi por casualidad cuando observaron que una neurona monitorizada en un macaco reaccionaba de la misma forma al ver a uno de los investigadores coger un plátano que cuando lo hacía el mismo. Con estos macacos se ha comprobado también que estas neuronas se activaban de la misma forma si escuchaban un papel romperse o veían a alguien romperlo que si lo hacían ellos mismos, por ejemplo. Aunque parece que existen datos que apuntan a que este fenómeno también podría darse en el cerebro humano, sólo se ha replicado con esta especie de monos. Eso es todo.

A partir de esta evidencia se ha especulado, no necesariamente por parte de los autores originales del trabajo, que estas neuronas permiten captar las intenciones (otro término discutible) motoras de los demás, que un malfuncionamiento de estas estructuras puede estar detrás del autismo, que sustentan la empatía a las obras de arte (neuroestética, sic), e incluso que podría explicar los casos de telepatía. No vamos a hacer sangre de esto.

Tampoco desarrollaremos aquí algunas cuestiones relacionadas con la sociología de la Ciencia, la presión que supone en el ámbito académico la publicación de artículos (y lo importante que es para ello la relevancia y la novedad del hallazgo), la enorme diferencia entre lo que se publica en una revista científica y cómo se transmite en los medios masivos de comunicación (en ocasiones por periodistas y en otras por los propios autores). Este es un tema de debate suficientemente relevante y complejo para abordarlo aquí, pero no se puede perder de vista.

Que una parte del sistema nervioso, o todo él, reaccione de manera muy similar ante situaciones que guardan elementos en común no es de extrañar. Deducir que esa reacción implica una función específica es un salto, pero puede asumirse, al menos como hipótesis de partida. Concluir que esas funciones son la explicación de la conducta es ignorar que el sistema nervioso es sólo un mediador entre el ambiente (cambiante y complejo) y la adaptación del organismo al mismo. Pero cosificar constructos y mentalismos (como empatía o intención), o reconocer mecanismos de aprendizaje ocultos a los expertos en aprendizaje es desconocer o rechazar lo que sí se sabe acerca de la manera en la que nos comportamos.

Siendo la biología como es, una disciplina con suficiente tradición científica, estoy seguro de que la estructura, funcionamiento y relación con el resto del sistema nervioso de estas neuronas será objeto del debate y experimentación necesario hasta que se consolide el conocimiento sobre ellas. Pero mi preocupación principal es la psicología, y en este tipo de casos no sólo veo una cierta “fagocitación”, aceptable incluso si la explicación fuera más eficiente en la creación de tecnología, sino una sustitución por la “psicología de calle” (no muy diferente a la del taxista y el camarero) y los términos ambiguos. Ojalá me equivoque.


Vicente Pérez 

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